Mamá, el monstruo duerme detrás de mí y, sin permiso, cuando
abre sus párpados para mostrarme sus cuencas vacías, se cuela dentro de mi mente. Entonces es
cuando empieza la tormenta.
Siempre estás ahí. Noto tu presencia a mis espaldas a pesar
de que ya han pasado años desde la primera vez que apareciste. Odioso y
paralizante, te has dedicado a ir robando sonrisas y a aumentar las respiraciones
superficiales y angustiosas. Te dedicas a tomar forma de habitación sin puertas
ni ventanas, no hay una sola rendija que me permita respirar un aire distinto
al viciado y pegajoso que reina en tu pútrida presencia.
Te apoderas de mí como si estuvieses jugando a las
marionetas, en un momento me llenas de miedo controlando lo poco que soy y en otro me sueltas, dejándome tirada en el
suelo sin forma alguna, dependiente e inútil, vacía de vida y llena de
pesadillas. Prometiste que pasarías desapercibido, que solo serías una
aparición esporádica contra la que luchar unas pocas veces al año. Pero eres un
mentiroso, vuelves cada día a devorarme, y lo haces; me devoras con dientes afilados que rasgan y
deshacen de forma que nunca logro reunir partes con las que reconstruirme. Soy
solo restos, deshechos sin nombre ni lugar. Ya no estoy ahí, ni aquí, ni en ningún
lado; simplemente paso a ser parte de ti, de la basura que dejas a tu paso.
No hay día que no me pasa por la cabeza un “No lo pienses,
déjalo ir. No lo pienses, por favor” porque sé que si me permito pensarlo
vuelves y cuando regresas tus garras se clavan en mi espalda, aprovechando los
surcos que dejaste en visitas anteriores. Y entonces tardo horas, días o
semanas en conseguir que te vayas, que liberes tus uñas de mi carne y dejes que
la sangre simplemente resbale por la piel en carne viva que hace años solo era
espalda y que ahora se ha convertido en el lugar desde el que, como un buitre, me despedazas.
Ojalá no volvieses. Ojalá nunca hubieses llegado. Ojalá no
tuviese que derramar más lágrimas por ti. Solo sabes cogerme de la mano y
llevarme por caminos apartados faltos de luz y de vida. Cuando te vas y me quedo sola no tengo
voz para llamar a nadie y, si llena de vergüenza y desprecio por mí misma mis
cuerdas emiten un sonido, no puede salir más que llanto porque es lo único de
lo que estoy hecha por tu culpa.
Ya te has llevado mucho de mí, cosas que jamás podré
recuperar y sin las que sin duda mi vida nunca va a ser como la de cualquier
otra persona. Me has golpeado fuerte, derrochando maldad y amargura pero, por
favor, es suficiente. Para, no vuelvas. No me hagas enseñarle
a mamá que hay monstruos que no se van ni con las luces encendidas.
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